Recuerdo bien cuando Una sombra en el hielo salió a la luz, allá por el año 1995 (ECR), en una época
en que en Costa Rica no se hablaba de ciencia ficción propia y quizá tampoco extraña. En aquel entonces no tenía idea de que estuviera saliéndome de un esquema tradicional de
escritura costarricense, pues ignoraba todo sobre la ciencia ficción que aquí
se escribía, si habría habido o si no: mi interés era contar mi historia y mi
entusiasmo se enfocaba en que dicha historia había sido no solo publicada, sino
incluso, ¡hasta ganado un premio!
Pero en realidad, Una sombra en el hielo era un bicho raro en medio de un universo de historias
realistas, dirigidas a representar problemas o situaciones de una Costa Rica
presente o pasada, pero con visos de realidad. Mi novelita se escapaba de aquella tradición no sólo
por el escenario físico (ocurría en una base polar, allá en el Ártico), sino también por
el tiempo (los hechos se daban en 2195) y por los personajes (ningún tico). La
mayoría de las historias que me rodeaban, en cambio, contaban tramas
desarrolladas en suelo nacional, con personajes nacionales, envueltos en
problemas o conflictos nacionales, de larga data o de reciente aparición. Cualquier
historia desarrollada en otras tierras, solía ser extranjera; y cualquier
historia ambientada en un futuro distante, había sido escrita por algún autor
anglosajón para entretenimiento de las masas.
En cierta forma, creo mi historia no causó tanta extrañeza como podría haber causado. Después de todo, Una sombra en el hielo había ganado el Premio Joven Creación de la Editorial Costa Rica, el cual, tal como su nombre lo indica, se dedica a
impulsar a los escritores jóvenes, y como la ciencia ficción había sido
asociada tradicionalmente a las mentes juveniles, quizá no vieron como raro el
que una novelita escrita por una chica veinteañera fuera precisamente de ese
género.
Con el tiempo, me di cuenta de que, en realidad, estaba rodeada
de un mar de prejuicios hacia la ciencia ficción y de que el jurado, afortunadamente, había
pasado por alto esos prejuicios para premiar mi novela. En aquel entonces, era
muy fuerte la idea de que la ciencia ficción era “solo” un género “juvenil” (en
lo que sutilmente se nos tachaba a los jóvenes de “simples”, “superficiales”, “poco
serios”), que “solo” escribían los “extranjeros” (pues los grandes nombres de
la ciencia ficción eran todos norteamericanos o británicos) para “entretener”
sin profundidades ni reflexiones. Que apenas se diferenciaba de los cuentos
infantiles donde reinaban los dragones, los magos o brujos y los seres
extraños: esos terrenos de la fantasía, tan propios de los “niños”. Para el sentido
común de la época, la fantasía y la ciencia ficción no eran más que caras de
una misma moneda de evasiones: el entretenimiento preferido de mentes no
entrenadas, ingenuas incluso.
Lo sorprendente había sido, entonces, que Una sombra en el hielo hubiera sido apreciada
en un premio importante, que brillara con luz propia y que se atreviera a indagar
literariamente en un mundo que solo debía haber estado reservado para las
historias “serias”. Bien pensado, fue una situación inusual.
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces. No creí
entonces semejantes nociones y menos las creo ahora, ya consciente de que la fantasía
y la ciencia ficción no sólo son géneros literarios que ofrecen textos de alto
contenido artístico y humano, sino que son complejos: no están hechos para
mentes “simples” (¡ni siquiera los denostados cuentos de hadas lo están!).
Tampoco fueron concebidos para evadir realidades, sino para todo lo contrario:
para hacernos ver la realidad de frente.
Cuando escribí Señora del tiempo, casi veinte años después de Una
sombra en el hielo, era una escritora mucho más consciente de los
prejuicios y falsas ideas en torno al género que había aprendido a amar y
cultivar, pero al mismo tiempo, sabía que no tenía por qué considerar que mi
historia sería “evasiva”, “superficial” o “simple”. Quería un relato de una
realidad: el peligro de los sismos en Costa Rica. Y de otras realidades
problemáticas: los prejuicios que echan para atrás el progreso científico o, peor
aún, la aplicación de sus descubrimientos; la existencia de personas diferentes
que, no por se diferentes, son malas o despreciables, pero que son vistas como
tales; la persistencia de un (mal) apego a lo antiguo solo porque es antiguo; y
otras muchas más, que son corrientes en nuestro país y en otros muchos. No era
mi intención evadirme de ningún entorno, tal como no lo fue cuando escribí Una sombra en el hielo.
Una sombra en el hielo
quería contar la historia de una mujer que se destacó por la ciencia. Era mi
manera de decir: la ciencia no tiene género. Señora del tiempo, a su vez, quería contar que la realidad no es
solo lo que vemos, sino también lo que no vemos; no es solo lo que pensamos que
debe ser, sino también lo que quizá no nos imaginamos, y que, si somos capaces
de reconocer que existe, podemos beneficiarnos y mucho. Ninguna de las dos
historias cuenta algo que sea ajeno para nosotros: son tanto o más realistas
que muchas otras historias que no hablan de descubrimientos científicos o
inventos tecnológicos. No son “no-realidad”, sino otra manera de verla, de
sentirla, de sorprendernos por ella. Otra manera de hacer literatura.
Señora del tiempo
cumplirá en 2018 cuatro años de haber visto la luz y Una sombra en el hielo alcanzará los 23, ambas hermanadas en una
misma vocación: contar una historia… =)