La religión es una
realidad social. Sin importar la época o la geografía, es indudable que su influencia
se deja sentir en la lengua y en la cultura. Por eso, su entrada en la literatura
era y es inevitable. De hecho, quizá entre los motivos que impulsaron el nacimiento
de la literatura, se encuentre precisamente las creencias religiosas: ¿no
pintaron escenas de dioses y héroes los poemas épicos de la Antigua Grecia o los hermosos cantares de la literatura india? ¿No
aparecen seres divinos y espíritus elementales en los relatos de cientos de
culturas africanas y del Medio Oriente antes del surgimiento de las grandes
religiones actuales? ¿No surgieron cientos de cánticos en el Lejano Oriente que
representaban escenas donde aparecen seres divinos? ¿Y las tradiciones orales de
los pueblos europeos anteriores a la llegada del cristianismo o de los indígenasamericanos antes de la llegada de los europeos? El mismo teatro español, ¿no
surgió para escenificar pasajes bíblicos? El enlace entre la religión y las
manifestaciones literarias de variada índole es antiguo y natural: no se evita
ni se extraña, simplemente se da, porque la literatura se encarga precisamente
de poner en escena todo cuanto sentimos, creemos, no creemos, tememos o
deseamos en nuestras vidas reales.
Así las cosas,
¿sería extraño que la literatura fantástica moderna, aquella que engloba la
ciencia ficción, el terror y la fantasía de hoy, contuviera temas o personajes
de índole religiosa o relacionados con la religión? Naturalmente que no. No
solo porque existen géneros que directamente la incluyen, como el llamado género maravilloso-cristiano, que mezcla
las creencias cristianas con la ficción maravillosa (una manera de llamar el
fantástico no inquietante)[1], sino porque todo género literario
puede incluir sus temas o motivos como parte fundamental de su construcción.
Siendo un género
fundamentalmente crítico de eventos, situaciones, personajes o realidades
sociales e históricas, no es de extrañar que la ciencia ficción haya escenificado motivos religiosos en su
narrativa. Algunas historias la han hecho parte de un escenario (como Dune, de Franz Herbert), otras la han
convertido en blanco de sus temores o denuncias (como El cuento de la criada, de Margaret Atwood, que se ha puesto de
moda, con una serie de TV inclusive; o la interesante Cántico por
Leibowitz, de Walter L. Miller), o de sus convicciones (como podría
interpretarse Caballo de Troya, de
J.J. Benítez). Los ejemplos pueden multiplicarse, pues la religión puede servir
como panorama, como motivo, como crítica, como deseo, como ambientación, etc. Y
no se precisa que sea siempre la religión predominante en la cultura del autor,
como, por ejemplo, cualquier denominación cristiana: también puede aludirse a
otras religiones, ya sean existentes (Islam, judaísmo, budismo religioso, sintoísmo,
neopaganismo, etc.) o ficticias; ya sean presentes o pasadas (como las
religiones de la Antigüedad Clásica o de los países escandinavos durante la era
vikinga, por ejemplo). La religión puede fungir como blanco de denuncia o
temor, como trasfondo ideológico para la trama, como objeto de preconización o
como ambientación probable de una cultura imaginada (lo cual ocurre con
religiones de culturas alienígenas, por ejemplo, o con una hipotética religión
futura).
La fantasía, por
otra parte, no se aparta de esta tendencia, en especial si se trata de fantasía
épica o “maravillosa”, pues al ser una fantasía que se ocupa de imaginar universos
o mundos completos, con su historia, sus tradiciones, sus culturas, sus lenguas
y sus pueblos, es natural que también involucren o señalen la existencia de un
culto (o varios) que son propios de dichos pueblos. Por ejemplo, J.R.R. Tolkien
escribió El Señor de los Anillos en
un universo donde fungía una sola religión: la de los Valar. Y todo el
Silmarillion funciona como un conjunto de textos que siguen una tónica religiosa,
pues el autor no solo se basó en textos de la tradición mitológica escandinava
(que para dicha cultura era religión), sino también en la manera en que está
escrita la Biblia. Igual podría decirse de las Crónicas de Narnia de C.S. Lewis, que modeló su historia con
sugerentes alusiones bíblicas y donde Aslan cumple un papel divino muy poderoso.
Ahora bien, Tolkien
y Lewis fueron muy comedidos a la hora de trazar una religión propia de sus
mundos imaginados, quizá porque partían del supuesto de una única religión real
y existente (la suya) o quizá por otros motivos, pero en otras sagas de este
estilo sí se advierte un mayor trabajo de construcción ficticia de religiones
propias de los pueblos que se han imaginado en ellas. Un ejemplo muy poderoso
es el de Canción de Hielo y Fuego, de
George R.R. Martin, donde él configura varias religiones según el pueblo o cultura
que las sigue y que en ciertos momentos cruciales de la extensa trama
desempeñan roles
determinantes: por ejemplo, la religión de los Siete, que es
la prevaleciente en Desembarco del Rey y el sur de Westeros, y cuya versión
fanática se manifiesta en el culto de los Gorriones; la monoteísta de R'hllor,
el Señor de la Luz, que proviene de Essos y quizá de más allá, con sus temibles sacerdotes rojos, como Melisandre; la creencia en
el Dios de las Mil Caras, una extraña religión practicada en Braavos; la
religión de los Antiguos Dioses que practican los Hijos del Bosque, que es la
que siguen los Stark; o la curiosa religión del Dios Ahogado, seguida por los
habitantes de las Islas de Hierro y cuyo sacerdote más célebre, Aeron Greyjoy, es tan intimidante. Lo más interesante de esta configuración
ficticia es que el autor se toma el cuidado de fundamentar las creencias en
dogmas que se distancian entre sí y que actúan con lógica dentro de cada estructura
interna. Este detalle, por cierto, es indispensable para que la escenificación religiosa
en una obra de fantasía funcione.
Considerando la
importancia que las religiones juegan en la vida de las personas, me parecía
lógico que mis libros las incluyeran, en particular si sus tramas o estructuras
no solo facilitaban su presencia, sino incluso la requerían. Por ejemplo, Señora del tiempo trata sobre el prejuicio
contra las personas diferentes, algo muy (tristemente) extendido en las
religiones monoteístas de nuestro tiempo, como el cristianismo y el Islam, y en
otras confesiones también actuales que no han podido superarlo. Siendo Catalina
Fernández, una de las dos protagonistas de la historia, una criatura con habilidades
que podrían resultar sospechosas para varios tipos de cultos, me parecía
elemental introducir el tema en su trama.
Así, uno de los
personajes cuyo punto de vista es tomado en cuenta en el argumento de Señora del tiempo es la hermana María.
Es una religiosa, miembro de la Orden de las Hermanas Hospitalarias (que es
real) y amiga de la otra protagonista (Elena Rivera). Ella desempeña un papel
principal en el clímax. Además de ella, el padre Gabriel, cura católico de la
comunidad en la que vive Catalina también tiene un lugar en el desarrollo de la
trama. Por otro lado, la abuela de Catalina, la fallecida Cecilia Quirós, hace alusión a sus creencias en los espíritus de la tierra y sigue una especie de culto a diversas figuras religiosas de origen indígena, mientras que Noriko, antigua
amiga de Elena, también menciona la participación de “los espíritus” en la
advertencia sobre terremotos. Además, ya que el escenario de la novela se sitúa
en un futuro más o menos próximo (2062), era de rigor que hubiera presencia de
otras religiones en Costa Rica, tanto las actuales (como la Iglesia Anglicana
Costarricense) como otras que todavía no han llegado (hasta donde sabemos),
como los cultos Wiccan. Así, las cosas, podríamos decir que, sin ser un eje
temático fundamental, la religión tiene un lugar importante en las acciones de
los personajes, sus motivaciones y quizá sus decisiones.
En Estrella Oscura, por otra parte, se
plantea un escenario fantástico al estilo de la fantasía épica. Así, siendo un panorama
donde convergen diversos pueblos, con sus culturas y visiones de mundo
particulares, era lógico plantear la existencia de creencias en divinidades o
fuerzas sobrenaturales como parte de sus vidas. Así las cosas, vemos que en el
Imperio Iruhio, al lado de la Filosofía del Equilibrio Fundamental, la cual se
asienta en la roca Iruhio y es detentada por el Emperador o la Emperatriz que
ocupe el trono y ejercida mayormente por la Hermandad de la Iluminación, la religión
más extendida (y menos tratada por la historia) es la creencia en los Espíritus
de la Tierra. En cambio, sí hay un mayor enfoque en las creencias de los Shiuk
(debido al
protagonismo de Larek y de Turak), las cuales versan sobre una variada
gama de espíritus poderosos que mueven el mundo, los eventos y sus consecuencias:
así, para ellos es fundamental creer en los Espíritus del Mar, que son en
realidad sus ancestros transformados en espíritus; en los Espíritus del Viento,
que mueven las tormentas; en los Espíritus del Cielo, que proveen de bienestar
y justicia a quienes han vivido bien; y en los Espíritus de los Abismos, que se
encargan de esparcir demonios violentos y envilecidos entre las criaturas
incautas y de castigar duramente a quienes han vivido en el mal. Por otra
parte, en Oär, el Reino Medio donde reside Syra, la protagonista de la
historia, las divinidades se dividen por sus tareas: los Maöres, dioses del
hogar y la familia; los Böares, dioses de los bosques; los Ceäres, dioses de
las cosechas; los Niöres, dioses del viento y del mar; etc. Finalmente, una de
las religiones que juega un papel preponderante en la historia es, naturalmente,
la de Ankou, el Supremo, culto monoteísta que prevalece en los Reinos Guerreros
y en los Señoríos del Oeste, y que se caracteriza por un dios colérico y
vengador, sumamente temible.
No digo que la
presencia de la religión sea un requisito indispensable para forjar una
narrativa fantástica verosímil, sea de ciencia ficción o de fantasía pura, pues
bien podríamos idear relatos de estos géneros sin introducir la menor alusión a
religiones de ningún tipo. Sin embargo, la religión es un fenómeno psicosocial
y político-cultural tan complejo y variado que en realidad funciona muy bien
como eje temático, de discusión, ambientación o denuncia, o incluso de
reflexión, que, en general, estos géneros han sabido explotar con habilidad (y
quizá algunos desaciertos). A través de sus relatos, se puede pensar en nuestro
entorno cultural real y preguntarnos hasta qué punto las religiones desempeñan
un papel importante en nuestro desarrollo como comunidad, sea negativo o
positivo, y hasta qué punto dicho papel está definiendo lo que cada uno, como
individuo, ha determinado para su propia vida. No es poco pensar.
[1] Cierto sector de la crítica, bastante amplio, insiste
en separar el fantástico de lo maravilloso como si fuesen géneros distintos,
pero al menos yo no he encontrado ningún sustento teórico lo suficientemente
sólido que justifique semejante separación.